Comentario
Corría cierto día del año 1812 en la ciudad de Hama, cuando un grave y elegante said al que sus compañeros llamaban, con todo respeto, Ibrahin ibm 'Abd Alláh, examinaba con curiosidad las figuritas que, como extraña escritura, aparecían esculpidas en unas piedras de basalto. El imperturbable said, tras mirar con sorpresa aquí y allá, tomó algunas notas en una especie de cuaderno de viaje. Diez años después vería la luz en Londres un libro sorprendente, "Travels in Syria and the Holy Land", que venía firmado por Johann Ludwig Burckhardt, un suizo viajero y sabio que, convertido al Islam, había muerto en El Cairo en 1817. En la página 146 de su libro, el lector avisado podría leer que aquellas extrañas piedras de Hama tenían figuras y signos tallados "que parecen ser un tipo de escritura jeroglífica, aunque no se asemeja a la de Egipto". Esta fue la primera, aunque aún incomprensible noticia, que los estudiosos europeos tuvieron de los príncipes luvitas.
Muchos años después, a fines de 1899, Max von Oppenheim entraba en la aldea de Ras al-`Aïn, en las fuentes del Habur. Los chechenes allí instalados -pálido recuerdo ya de los bravos caucasianos que cautivaran la fantasía de M. Y. Lermontov-, le dieron paz y hospitalidad. Pero ante su interés por averiguar qué había de verdad sobre ciertas esculturas, las sonrisas se trocaron en hosca discusión. Sólo la invocación al Corán y a la paz dada pudieron restaurar la confianza. Al día siguiente, los chechenes mostraron la colina donde dos días más tarde, el sabio alemán hallaría las primeras y extrañas esculturas basálticas del palacio de un príncipe de los hijos de Aram.
Príncipes luvitas, hijos de Aram, ¿tenían algo en común? La historia del arte, precisamente, ha demostrado que sí. De la colina de Hama a los montes del Tauro y la Alta Yazira transeufrática existió un mundo estético parecido y diverso, un arte rudo y desconcertante que, durante los primeros siglos del I milenio, daría color a una región y un período que en justicia llamamos hoy, la época luvio-aramea.
Si hay algún problema de investigación que haya sufrido profundas y frecuentes desorientaciones en su marcha, ese ha sido el del arte y la historia luvio-aramea. En 1872 W. Wright, un estudioso de las lenguas antiguas, emitió la hipótesis de que los jeroglíficos vistos por J. L. Burckhardt en Hama, a comienzos del siglo, habían pertenecido al misterioso pueblo hitita, citado en los textos bíblicos, egipcios y asirios.
Cuatro años después G. Smith hallaba en Karkemis muchos relieves e inscripciones que A. H. Sayce adscribiría al mismo pueblo. La densidad de hallazgos sobre suelo sirio le llevaría incluso a caer en el primero de la larga serie de errores cometidos en la consideración científica de este problema: la patria de los hititas había sido Siria.
Pero el descubrimiento de los textos de Amarna, refrendado por el de la capital del Imperio hitita en Hattusa, en 1906, por H. Winckler y Th. Macridy Bey demostraría todo lo contrario: los hititas tuvieron su núcleo en Anatolia, escribían preferentemente en cuneiforme y su jeroglífico, aunque parecido, no era exactamente igual que el descubierto en Siria. Si esto resultaba así, ¿eran contemporáneas, anteriores o posteriores a los hititas de Anatolia las inscripciones sirias? y también, ¿pertenecía al mismo o a otro pueblo? Se hacía preciso reorientar los estudios de lo conocido hasta entonces y de lo que nuevos trabajos iban descubriendo en el Tauro. Porque las excavaciones de F. von Luschan, K. Humann y R. Koldewey en Zincirli (1888-1902), los de J. Garstang en Sakçagözü (1907-1913) y R. Campbell-Thompson, D. G. Hogarth, C. L. Woolley y T. E. Lawrence en Karkemis (1911-1914) comenzaban a dar a conocer una escultura monumental y una arquitectura que, pese a su aire de familia, difería de la hitita del II milenio en Hattusa. En su obra "L´art Hittite", E. Pottier señalaba en 1926 que parecía muy difícil identificar a los hititas de los textos egipcios anteriores al 1200 a. C. con los hatti de los relatos asirios desde Tukulti-apil-esarra I. Pero su idea apenas fue considerada.
Poco más tarde un nuevo frente del problema se abriría en las regiones de más allá del Eúfrates. Las excavaciones de Max von Oppenheim en Tell Halaf, iniciadas -tras un sondeo de 1899- en 1911-1915 y continuadas en 1927-1929 permitieron identificar a la antigua Guzana, ciudad y palacio de un príncipe arameo de comienzos del siglo I, cuyos edificios y esculturas tenían un aspecto de inequívoca relación técnica con los hallazgos de Sakçagözü, Zincirli y otros lugares. La perplejidad se hizo mayor porque si de los arameos de Damasco se sabía mucho ya gracias a las fuentes bíblicas y asirias, de su plástica monumental y su arquitectura se sabía muy poco. Y los hallazgos de Tell Halaf resultaban dentro de un estilo extraño, pero con un punto de proximidad con los del noroeste.
Los nuevos descubrimientos de L. Delaporte en Arslantepe (1934) y de C. W. McEwan-I. Braidwood en Tell Taïnat (1932-36) ampliaron el arte de lo que, entendido como continuidad de lo hitita, comenzaba a llamarse neohitita. Pero en el año 1947, Helmuth Th. Bossert encontró en Karatepe algo inesperado, un largo texto bilingüe escrito en fenicio y jeroglífico que, tras su estudio, se demostró no hitita, como se esperaba, sino luvita. Pero la inercia impidió aceptar lo evidente: que los llamados principados neohititas del norte de Siria y sureste de Anatolia habían estado habitados, en parte al menos, por gentes cuya lengua materna era el luvita.
Dos años después aparecieron publicados dos libros importantes, "Les Araméens" de A. Dupont-Sommer -primer estudio global del pueblo arameo, su historia y su cultura- y el "Späthethitische Bildkunst" de E. Akurgal, una historia del arte de todos aquellos centros del norte de Siria y sureste de Anatolia, a comienzos del I milenio, cuyo estilo veía el investigador turco como una continuación del arte hitita de Anatolia. Años después en su "Die Kunst der Hethiter" (1961), el mismo E. Akurgal consideraba el llamado arte neohitita como un estilo de dos fases: tradicional y asirizante, dejando fuera y sin respuesta al núcleo de Tell Halaf. Estas primeras obras de E. Akurgal, particularmente, y otras de distintos autores en línea semejante, se abstenían de encarar el problema esencial: si existían en la región gentes neohititas (luvitas) y arameas, ¿se debía hablar de las artes de unos y otros como un todo o como partes independientes? Y si esto era así, ¿qué valor tenían las peculiaridades? ¿cultural?; ¿cronológico? ¿estilístico o evolutivo? La publicación por el mismo E. Akurgal del por tantas razones célebres "Orient und Okzident" (1966), supone respecto al arte neohitita una vuelta a posiciones anteriores, recuperando el concepto de etapa -tres en concreto- frente al de estilo propuesto en su obra inmediata. Pero además supone el intento de identificar los rasgos específicos de un arte arameo. La obra es evidentemente la de una autoridad. Pero las razones esgrimidas para identificar un arte hitita y otro arameo no evitan crearnos la impresión de que se habla más de modos de vestir que de estilos verdaderos. Poco más tarde se publicaron las "Untersuchungen zur Späthethitischen Kunst" (1971) de W. Orthmann, que aun volcadas al peliagudo y decisivo problema de situar cronológicamente los monumentos de la época, eliminan a los arameos como parte específica.
Es posible que llegados a ese punto, los estudiosos estimaran haber trazado un cuadro claro. La tradición hitita se imponía y sólo cabía hablar de un arte neohitita o hitita tardío. Pero cualquier análisis que, por sencillo que fuera, tuviera en cuenta los distintos aspectos históricos, geográficos, artísticos y arqueológicos implicados, por fuerza habría de concluir lo insatisfactorio del esquema. Y esto en una época en la que en los medios de investigación, los criterios de etnicidad anteriormente concedidos a los materiales artísticos sufrían una obligada y lógica revisión. Parecía pues evidente que sólo un enfoque global estaría en condiciones de sanear la investigación, partiendo de un reestudio del fenómeno histórico regional iniciado con la caída de Hatti y la retirada asiria frente al movimiento arameo. Mejor entendido así el problema, los procesos artísticos y culturales deberían ir encajando como las piezas de un rompecabezas. Y en esa labor ingrata pero imprescindible, se han venido destacando las obras de P. Matthiae (1963), las de S. Mazzoni (1981) y, sobre todo, el muy convincente y resolutivo libro de Heinz Genge sobre la plástica norsiria-suranatólica, "Nordsyrisch-Sudanatolische Reliefs" (1979) que, en mi opinión, ofrece una solución nueva y rigurosa del problema. Por supuesto, no se debe hablar ya de un arte Neohitita sino más bien, de un arte luvita o mejor aún luvio-arameo, porque desde Zincirli o Guzana vemos un mundo suprarregional, heterogéneo, dividido en muchos pequeños Estados que si en ciertos detalles artísticos manifiestan predominantes raíces luvitas o arameas -hecha abstracción de los evidentes problemas cronológicos-, en conjunto los vemos a todos dentro de un ambiente estético muy próximo. Y si en la reciente obra de H. Sader sobre los Estados arameos de Siria (1987) -excelente reconstrucción histórica por otra parte- la autora, que al criticar con razón los estrictos análisis de E. Akurgal y W. Orthmann sobre el hecho arameo, acentúa los rasgos que estima propios, de ese hecho, por fuerza tiene que aceptar en fin lo que es una evidencia: la heterogeneidad de un estilo que en sus peculiaridades regionales converge en un ambiente que posee mucho en común.